María Bolaños
El realizador ruso Alexander Sokurov, el último de los grandes cineastas europeos, ha dedicado algunos de sus filmes más deslumbrantes a los museos. El primero de ellos, Elegía de un viaje (2001), es una mezcla de documental y ficción. En él, la cámara sigue la silueta de Sokurov a través de un largo viaje fantasmal, que arranca en el puerto de San Petersburgo y recorre puertos marinos, ciudades desde el aire y monasterios ortodoxos hasta llegar a un cuadro de Saenredam, Plaza de Santa María, que se encuentra en el Boijmans Museum de Rótterdam. Es una trave- sía real y lírica, hecha de encuentros humanos y de imágenes fugaces no explicadas, de recuerdos y voces susurradas, de frag- mentos musicales que llegan confusa y sordamente entre el monólogo interior del viajero y un envolvente manto de neblina. Todo sucede fluida e involuntariamente, como en un sueño. Apresado siempre en el horizonte de su percepción -una percepción narrada en planos cortos e inestables-, Sokurov encuentra a su llegada un museo vacío, sin conserjes ni visitantes, y lo recorre como si hiciese un viaje interior, como si visita- se un museo mental. Hechizado ante el lienzo, recrea la vida de la plaza holandesa, y las figuras, por una ligera palpitación de su superficie, se vuelven reales, sin abandonar su condición de cosas pintadas.
El filme no es sólo de una intensa y grave belleza, sino que puede leerse como una metáfora del valor simbó- lico que los museos han conquistado en nuestro tiempo, no sólo en la vida pública, sino en la vida privada de los individuos; de cómo se ha transformado la mirada del sujeto y la vivencia de la visita; de cómo el encierro de cada individuo en el museo puede entenderse como el refuerzo de una visión profana y subjetiva del mundo. El tono grave, serio y hermético del relato cine- matográfico es idóneo para evocar la experiencia museística del individuo moderno, donde la conciencia humana y el esplendor del arte se funden en una misma reflexión. Da cuenta, en suma, de cómo el museo ha dejado de ser una institución cultural como las demás para revelarse el último refugio de la fragilidad, de lo máximamente individual -por citar a Harald Szeemann, una de las figuras más singulares e influyentes de estas últimas décadas-; el lugar público mejor preparado para satisfacer esa hambre de intimidad que caracteriza al hombre de fin de siglo.