II Jornadas de Estudios de Museos: Las museografías

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Pasado y presente del debate museográfico

10:00 h. Bienvenida y presentación por Félix Díaz Moreno (UCM, Coordinador del Máster en Estudios Avanzados de Museos y Patrimonio) y Javier Arnaldo (UCM, coordinador de la Jornada)

10:30 h. Alicia Herrero Delavenay (Conservadora de Museos, Subdirección General de Museos Estatales) y Carmen Sanz Díaz (Conservadora de Museos, Museo Cerralbo): La Conferencia Internacional de Museos de 1934 en Madrid: Los inicios del debate museográfico moderno

11:00 h. Selina Blasco (Profesora de la Facultad de Bellas Artes, UCM): Las museografías en el panorama museístico español de la actualidad

11:30 h. Mesa redonda abierta al debate con las ponentes. Moderan: Laura Arias (UCM) y Javier Arnaldo

Dos modelos, dos trayectorias, dos actualidades

12:30 h. Lurdes Vaquero Argüelles (Directora del Museo Cerralbo): Establecimiento y conservación de la museografía para las colecciones del marqués de Cerralbo

13:00. Félix de la Fuente (Subdirector del Museo Nacional de Artes Decorativas): Museografías y retos museográficos en un museo de artes aplicadas

13:30. Mesa redonda abierta al debate con las ponentes. Moderan: Selina Blasco (UCM) y Olga Fernández (Universidad Autónoma de Madrid)

Fecha y lugar de celebración: Salón de Grados de la Facultad de Geografía e Historia Universidad Complutense de Madrid

Programa: MÁSTER EN ESTUDIOS AVANZADOS DE MUSEOS Y PATRIMONIO HISTÓRICO ARTÍSTICO, UCM

Organiza: Grupo Complutense de Investigación S U+M A (Universidad+Museo)

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La belleza de las crisis

María Bolaños

La idea histórica de crisis es, en sí misma, estimulante. Nos recuerda lo que la vida tiene de ruptura, de sobresaltos cruciales. En las crisis los hombres se quedan sin convicciones, es decir, sin mundo. Las ideas adquiridas se desprecian por inservibles y en su lugar subsisten incógnitas, sombras que desorientan. En un momento de suspense entre un tiempo extinguido y otro próximo, que traerá nuevas exigencias, apenas intuidas, sólo inconcretas. Se presiente que todo va cambiar decisivamente. A veces, se cierne sobre ese momento crítico la violencia de un desastre. Las cosas toman un curso incierto: no se sabe qué hacer porque no se sabe qué pensar. La vida como crisis, dice Ortega, es estar el hombre en convicciones negativas (Ortega y Gasset, 1982: 88 y ss). Todo es vita minima. Todo es no.

Pero en medio de esa circunstancia, al cabo de un tiempo, fermentan algunos síes, una fe confusa, entusiasmos inestables. Porque, en la naturaleza misma de la crisis, está el instinto de responder, de recuperar la confianza y volver, en fin, a la normalidad. Y ese paso sólo puede darse si se afronta con esfuerzo e invención. La crisis, sin dejar de ser un problema, reclama creatividad. Quizá por eso, la dimensión de la vida que primero encuentra estabilidad en medio de una crisis es precisamente el arte. Es lo que sucedió, por ejemplo, en el Renacimiento.

Visto desde esta óptica, podría decirse —como de casi todas las cosas humanas—, que el museo es una institución «constitutivamente crítica», destinada a vivir en una inseguridad permanente. Nunca las tiene todas consigo. Sus crisis no son sucesos episódicos que lleguen y se vayan, alterando la calma de su vida cotidiana: están en «su naturaleza». Desde que fueron fundados, apenas ha habido generación que no haya sospechado de su legitimidad; que no haya pensado que los museos de su tiempo atravesaban un conflicto. Con independencia de la intensidad del trance y de sus causas, de los distintos períodos, de la variedad de contextos, de las historias particulares de cada institución, de la diferencia de intenciones, de las rarezas de cada caso, la palabra crisis ha acompañado las reflexiones teóricas, pocas, y las polémicas, abundantes.

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¿Un nuevo museo? El Museo Nacional Colegio de San Gregorio

María Bolaños

«¿Por qué la escultura es un arte tan aburrido?», se preguntaba Baudelaire en 1846, más o menos en unas fechas en que empezaban a inaugurarse en todas las ciudades europeas, incluida Valladolid, los museos de Bellas Artes. ¿Qué había hecho de ella un arte anodino y tan tedioso «como el Código Civil»? (Bau- delaire, 1980: 683-685). La pregunta del mejor crítico de su tiempo resumía un sentimiento bastante extendido en los medios artísticos contemporáneos frente a un arte considerado, desde la época de Miguel Ángel, como la hermana me- nor de la pintura, cada vez más encerra- da en «el frigorífico de lo clásico», según acusó Mario Praz.

Pocos años antes, cuando el Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid estaba formándose, uno de los amigos de Baudelaire, Théophile Gautier, perteneciente a esa misma bohemia romántica, viajó por España y se detuvo en la ciudad. Su juicio sobre la colección artística del museo no fue muy favorable: «Hay mucha escultura de talla y mucho Cristo de marfil, más meritorios por su antigüedad y su gran tamaño que por su valor real». Fue esta ceguera para el valor de la escultura lo que le impidió apreciar esa «veta brava» que toda su generación consideraba como la expresión más inspirada del genio de la España auténtica, y que tanto admiraban en los Velázquez y en los Goya del Prado y que él habría podido reconocer en los Berruguete y en los Juan de Juni del museo vallisoletano.

Desde su fundación en 1842 han pasado varias generaciones de historiadores y eruditos, y la escultura como arte ha sufrido diversas fortunas: cuando los artistas del siglo XX buscaron en ella una fuente de inspiración, tuvieron que remontarse a la estatuaria exótica africana o en el primitivismo ibérico, porque apenas encontraron interés en su propia tradición medieval o renacentista. En el siglo XX, la atención a la tradición escultórica ha sido siempre muy secundaria y sigue teniendo dificultades para hacerse un sitio en los estudios académicos, en las estanterías de las bibliotecas y en las salas de los museos. No hace tantos años Barnett Newman sólo veía en ella «ese objeto con el que uno tropieza en un museo cuando da unos pasos atrás para contemplar una pintura». Y todavía hoy no es raro que cumpla un papel de relleno en los museos de Bellas Artes, no muy distinto del mobiliario ornamental, sin nombres propios, decorando pasillos…

Es esa «anomalía crítica», su carácter de excepción, los que hacen de la colec- ción del Museo Nacional Colegio de San Gregorio (MNCSA) un tipo de museo infrecuente. Frente al predominio abrumador de la pintura en los museos de Bellas Artes, no es habitual encontrar en Europa ejemplos comparables.

Tuvo que pasar casi un siglo para que se reconociese oficialmente esa rara personalidad. En 1933, la historia del museo experimentó un decisivo punto de inflexión, cuando la Segunda República resolvió elevarlo a la categoría de nacional. Esa decisión administrativa se acompañó de un reforzamiento de su especialización, que se hizo explícito en su nuevo nombre, como Museo Nacional de Escultura. Con ello, el gobierno republicano quería realzar la ambición española y representativa de la colección, darle una orientación científica y secular y enaltecer la riqueza y singularidad del patrimonio escultórico de la nación. Tras esta medida política, se encuentra todo un movimiento intelectual de investigadores del arte, procedentes de los medios liberales e institucionistas del Centro de Estudios Históricos, fundadores en España de una historiografía del arte científica, como Elías Tormo, Gómez Moreno, Sánchez Cantón y, sobre todo, Ricardo de Orueta, impulsor personal del museo vallisoletano, en su calidad de Director General de Bellas Artes. La colección de escultura policromada del museo, única en su género, era vista como la expresión de un supues- to genius loci, que atribuía a Castilla la quintaesencia de lo mejor de la vitalidad creadora española, su condición de «tierra eterna», sin la cual toda recuperación de la prosperidad del país y su necesaria modernización serían imposibles.

Pieza decisiva de este proyecto fue el traslado de la colección a otro edificio, el Colegio de San Gregorio, que se convirtió en la sede definitiva de la institución. La innovadora instalación museográfica, en su momento, fue considerada internacionalmente un «espléndido acierto», porque huía de la copia del salón de época y del ornamentalismo y exhibía una «sobriedad de buen tono» y un «honrado empleo de los materiales». Pero el paso del tiempo y la incuria posterior fueron haciendo cada vez más evidentes las carencias espaciales, las deficiencias estructurales y el envejecimiento de su instalación, hasta imponer la necesidad de llevar a cabo una reforma integral del edificio y la rehabilitación de su hermo- sa pero deteriorada arquitectura1. En el 2001 el edificio se cerró y la colección se trasladó a la otra sede del museo, el Palacio de Villena, que el Estado había adquirido unos años antes, y donde ha permanecido expuesta los últimos ocho años, hasta septiembre de 2009, en que tras un largo proceso de reformas arquitectónicas y museográficas, ha abierto sus puertas al público.
Ha sido el Colegio de San Gregorio el eje de la renovación integral que ha experimentado el museo. En ese periodo, el edificio ha vivido una pro- funda transformación –renovación de su edificio histórico, ampliación de sus recintos expositivos, incorporación de nuevos espacios, modernización de sus equipamientos, reinstalación de su colección permanente–. Pero los cambios han supuesto mejoras y adelantos materiales, y han implicado la puesta en marcha de una nueva etapa en su concepción y en su proyección pública. No podría ser de otra manera: los museos no pueden no innovar. Su compromiso con el presente, su voluntad de ampliar su ámbito de acción y de consolidarse como lugares de proyectos coherentes con su misión y el carácter de la colec- ción les obliga a ponerse metas ambiciosas que les lleven siempre más allá de su punto de partida.

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Desorden, diseminación y dudas. El discurso expositivo del museo en las últimas décadas

María Bolaños

El realizador ruso Alexander Sokurov, el último de los grandes cineastas europeos, ha dedicado algunos de sus filmes más deslumbrantes a los museos. El primero de ellos, Elegía de un viaje (2001), es una mezcla de documental y ficción. En él, la cámara sigue la silueta de Sokurov a través de un largo viaje fantasmal, que arranca en el puerto de San Petersburgo y recorre puertos marinos, ciudades desde el aire y monasterios ortodoxos hasta llegar a un cuadro de Saenredam, Plaza de Santa María, que se encuentra en el Boijmans Museum de Rótterdam. Es una trave- sía real y lírica, hecha de encuentros humanos y de imágenes fugaces no explicadas, de recuerdos y voces susurradas, de frag- mentos musicales que llegan confusa y sordamente entre el monólogo interior del viajero y un envolvente manto de neblina. Todo sucede fluida e involuntariamente, como en un sueño. Apresado siempre en el horizonte de su percepción -una percepción narrada en planos cortos e inestables-, Sokurov encuentra a su llegada un museo vacío, sin conserjes ni visitantes, y lo recorre como si hiciese un viaje interior, como si visita- se un museo mental. Hechizado ante el lienzo, recrea la vida de la plaza holandesa, y las figuras, por una ligera palpitación de su superficie, se vuelven reales, sin abandonar su condición de cosas pintadas.

El filme no es sólo de una intensa y grave belleza, sino que puede leerse como una metáfora del valor simbó- lico que los museos han conquistado en nuestro tiempo, no sólo en la vida pública, sino en la vida privada de los individuos; de cómo se ha transformado la mirada del sujeto y la vivencia de la visita; de cómo el encierro de cada individuo en el museo puede entenderse como el refuerzo de una visión profana y subjetiva del mundo. El tono grave, serio y hermético del relato cine- matográfico es idóneo para evocar la experiencia museística del individuo moderno, donde la conciencia humana y el esplendor del arte se funden en una misma reflexión. Da cuenta, en suma, de cómo el museo ha dejado de ser una institución cultural como las demás para revelarse el último refugio de la fragilidad, de lo máximamente individual -por citar a Harald Szeemann, una de las figuras más singulares e influyentes de estas últimas décadas-; el lugar público mejor preparado para satisfacer esa hambre de intimidad que caracteriza al hombre de fin de siglo.

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